25 de mayo de 2013

SIETE MIL CIENTO SETENTA SEGUNDOS Y SEIS MILESIMAS DE GLORIA



Siete mil ciento setenta segundos y seis milésimas de gloria

Crónica del pasador siniestro en mi primer medio maratón.

Jerry CCanto

Seis y diez de la mañana y aún no salía de casa. “¿Llegaré de La Bolichera a Córpac en menos de treinta minutos justos para encontrar el estacionamiento para el biciclo, encadenarlo, caminar dos cuadras para guardar la mochila en el guardarropa, caminar dos cuadras más hacia al carril norte en Canaval y Moreyra, hacer el estiramiento y estar fresco y mentalizado para correr por primera vez veintiún kilómetros?”, me pregunté y comprobé que no podía hacer tanto en tan poco tiempo. Mejor no me hubiera bañado si igual iba a sudar muy pronto. No hubo tráfico en ese domingo a primera hora y con las justas encontré un estacionamiento y llegué al guardarropa. Empecé la carrera sin los ejercicios de estiramiento. Al menos los diez kilómetros en biciclo sirvieron de algo y no empecé frío. “Todo me irá bien”, me dije animándome.

Después de entrenar siete semanas siguiendo al pie de la letra el plan para mediomaratonistas novatos del portal de llegarunning.com, donde por primera vez corrí disciplinadamente haciendo series con tiempos estrictos y terminé acostumbrándome a no tomar nada de líquido hasta llegar exhausto a casa, me propuse hacer la mitad de la proeza de Filípides en dos horas con siete minutos o, por lo menos, acabarla pues nunca corrí más de los quince kilómetros o más de la hora y media que hacía en el entrenamiento. No me pasaría lo de la carrera anterior, la de diez ´ka´, correr con la rodilla lastimada por sobreentrenar con delirio.

El primer kilómetro lo corrí a ritmo suave con la manada amarilla por el asfalto y pronto seguí a los que iban por la vereda para adelantar a los que iban más lento. Éramos muchísimos corriendo. Los de la 42k y 21k empezamos juntos hacia el este, de subida, por la avenida Del Parque Norte y San Borja Norte hasta el Pentagonito. En el kilómetro cuatro, una mujer me pasó la voz y cordialmente le saludé. “Hola, si, dígame”, pensando que alguna desconocida me habría reconocido de algún día de entrenamiento o de las salidas de trek. “Tu pasador está desamarrado”, me dijo. “Gracias”, respondí y me aparté hacia la vereda bajando la velocidad sin dejar de correr. “No encontraré a nadie conocido en esta carrera”, pensé de inmediato y prontamente un entusiasta grupo de ancianos ubicados a un lado de la pista nos alentó con sonoros `vamos´ y aplausos vigorosos, luego otro grupo, de danzantes de marinera, nos hizo la comparsa. De la emoción empecé a aplaudirles también y a correr más rápido con tanta buena vibra que respiraba en el aire. Lograron emocionarme realmente. Bajando por San Borja Sur, Del Parque Sur y Aramburú, la gente con carteles en mano esperaban a sus esposos, padres, hermanos, tíos y abuelos a que pasen para que se desate el aluvión de orgullo sin par, emociones gestuales y sonrisas contagiosas. Por un momento sentí sana envidia mientras cruzaba el cartel que anunciaba diez kilómetros de trayecto. Miré el reloj. Cincuenta y cuatro minutos. “Mierda, esto lo corría normalmente en una hora”, pensé con gran asombro al instante en que cruzaba uno de los puntos de animación lleno de jóvenes a quienes saludé extendiendo la mano y chocando con sus palmas. La alegría en forma de risa fue inmensa y con el pecho henchido continué corriendo. El frío, la neblina y la garúa fueron propicios para que los corredores no seamos víctimas de la combustión espontánea. Kilómetro trece, los de la 42k se separaron de los de la 21k, ellos para el oeste hacia, Magdalena, nosotros hacia el norte, Lince, de subida y aún seguía sin amarrar mis pasadores.

Esa subida surtió efecto. En Dos de Mayo, la distancia entre los corredores se amplió tremendamente y empecé a ser adelantado por varios corredores. Seguí una vieja táctica, aproveché las subidas para correr a un ritmo suave y reponerme del cansancio. Kilómetro quince, doblamos por Miller y pasamos por el local de Mahikari, que me trajo muchos recuerdos de adolescente cuando profesaba su religión. Avenida César Vallejo, de bajada. Ya necesitaba rehidratarme y en la mira tuve un punto de hidratación próximo. Dos vasitos de líquido azul, una parada para amarrarme la zapatilla y evitar que el líquido lo tome por la nariz o los poros. Listo. “Vamos Jerry, solo tienes una hora con veinte corriendo”, me dije con entusiasmo. A partir de ese momento, mi cuerpo entró en una dimensión totalmente desconocida y los kilómetros en adelante fueron nuevos. La ropa la tenía completamente mojada del sudor, hasta el reloj tenía vapor. Las piernas, algo recuperadas, aun estaban cansadas y faltaban cinco kilómetros para llegar a la meta. A partir de ese momento, administrar muy bien las energías fue la clave para continuar. Kilómetro diecisiete y medio, subiendo por Belisario Flores para seguir matando gente y sucedió de nuevo. “Oye flaco, tus pasadores”, me dijo un también cansado señor. “Gracias, los ato en el instante”, respondí después de ensayar un frase mentalmente minutos antes.

Kilómetro diecinueve, en la avenida Arequipa, de bajada hacia el sur. Un último punto de hidratación y animación, dos vasos más, amarrar el pasador de marras y otro saludo a la portátil para recargar los ánimos. Una señora en silla de ruedas me pasó, reí y le adelanté en puente de la Javier Prado y le di más ánimos. Los policías nos arengaban y un motociclista anunciaba las cuadras que faltaban. Kilómetro veinte, ya faltaba muy poco y oí un nuevo “Amigo” por la mismas razones desde que empecé la carrera. “Si, lo sé. El pasador. Gracias por avisarme.” Ya me había cansado que se desate. Entrenando nunca se desató y en plena carrera, a punto de llegar a la meta, se le ocurrió al condenado seguir haciendo de las suyas. Si paraba no lograría mejorar mi tiempo más de lo que ya estaba logrando. Al diablo. Una hora cincuenta y ocho, crucé la vía expresa y faltaban 3 cuadras para la meta. La piqué. “Flaco, tus pasadores”, me avisa otro corredor. “Si, gracias”, le digo sin mirar mi calzado, concentrado en la meta que tenía al frente. En menos de dos horas hice los veintiún kilómetros con noventa y ocho metros del medio maratón que me propuse hacerlo en diez minutos más y con los pasadores desatados.

Crucé la meta con los brazos extendidos, los dedos abiertos, riendo como si oyera el chiste del `elefante llamado maíz´ por primera vez, con el corazón en la boca, con los pies volando y los pasadores en fiesta. La felicidad fue plena por haber logrado mejorar ampliamente el tiempo planeado. Agradecí a la vida por la dicha de poder hacer lo más simple del mundo y disfrutarlo plenamente, correr.
Encontré un pastito donde hice el estiramiento final y oí nuevamente el llamado: “Amigo, ¿tú eres el de los pasadores, no?”. “Sí, maestro, siempre se me desatan ya estoy acostumbrado a correr así” respondí con una sonrisa guasona y una mentira piadosa.


Surco, 24 de mayo de 2013.

PD: Mi tiempo oficial fue de una hora cincuenta con nueve minutos, treinta segundos y seis milésimas y al final, sin querer, terminé haciendo un duatlón de 42 kilómetros, 21 corriendo y 21 sobre ruedas yendo y volviendo a casa. Como nadie me pudo hacer fotos en la carrera, me hice un autorretrato en casa.